Cap. Juan Salinas
Patriota y prócer quiteño nacido el 24 de noviembre de 1755, en la hacienda Tena (cerca de Sangolquí), propiedad de sus padres don Diego de Salinas y Senitagoya y doña María Ignacia de Salinas.
Educado en los mejores colegios de Quito como correspondía a su categoría social y económica, inició en la Universidad de Santo Tomás sus estudios de jurisprudencia, obteniendo en poco tiempo el grado de Maestro en Filosofía; pero como su verdadera vocación estaba en la carrera de las armas, en 1777 sentó plaza en los ejércitos realistas en los que se distinguió por su valentía y arrojo.
Un año más tarde fue destinado con el cargo de Ayudante para formar parte de la Comisión de Límites con el Brasil y poner fin a las pretensiones de expansión portuguesa sobre los territorios amazónicos. Durante doce años permaneció en el oriente llevando una vida obscura, pero abnegada y heroica, que le ayudó a fortalecer su carácter y le dio oportunidad de darse a conocer ante la tropa como un valeroso y digno oficial. Así, al finalizar la misión y gracias a una recomendación del Gobernador de Mainas, Don Francisco Requena, el Virrey de Santa Fe le concedió el grado de Capitán de Infantería.
A su regreso a Quito conoció de las primeras conversaciones relacionadas con la causa de la independencia, e identificado con esos ideales fue invitado a la reunión que dio en su hacienda de Chillo el Marqués de Selva Alegre, don Juan Pío Montúfar, el 25 de diciembre de 1808, en la que se acordó establecer una Junta Suprema para que se encargue de dirigir los destinos de la Real Audiencia de Quito.
«Era un verdadero quiteño, volátil y variable, acogía toda novedad con avidez e indistintamente; el respaldo de cualquier nuevo esquema era tan ardientemente iniciado por Salinas, como fácilmente abandonado en el momento en que su novedad cesaba, o cuando otro le era sugerido…»
(William B. Stevenson.- Veinte Años de Residencia en Sudamérica / La Revolución de Quito p. 71 – Corporación Editora Nacional, Quito 1982).
Por eso se entusiasmó rápidamente con las ideas de cambiar el orden establecido, pero en febrero de 1809, buscando reclutar a nuevos simpatizantes con la causa de la revolución, cometió una indiscreción involuntaria al comunicar a dos frailes que pronto se llevaría a cabo un plan para deponer a las autoridades españolas.
Estos frailes comunicaron la novedad al Presidente de la Audiencia, y los patriotas fueron descubiertos, apresados y encerrados en el Convento de la Merced, por orden del propio Conde Ruiz de Castilla. Afortunadamente lograron hacer desaparecer el expediente en su contra, por lo que a falta de pruebas fueron puestos en libertad.
Este incidente hizo que los quiteños pensaran en apresurar el golpe revolucionario, por lo que noche tras noche se reunieron en casa de doña Manuela Cañizares para ultimar los detalles de dicho movimiento.
Cuando todos los complotados estuvieron de acuerdo, gracias a la gran influencia que tenía entre la tropa se convirtió en el brazo militar que llevó a feliz término la histórica Revolución del 10 de Agosto de 1809, y personalmente intervino ante éstas para -bajo la consigna de fidelidad a Fernando VII- convencerlas de que plegaran en favor de la causa.
Una hora más tarde, una salva real y las campanas de Quito anunciaron a toda la ciudad el cambio acontecido, y una banda militar, situada frente al Palacio de la Audiencia, entonó himnos marciales hasta las 9 de la mañana, hora en que se presentó el Cap. Juan Salinas con las tropas, y por mandato de la Junta procedió a tomarles el siguiente juramento:
“Juro por Dios y sobre la cruz de mi espada defender a mi legítimo Rey, Fernando VII, mantener y proteger sus derechos, sostener la pureza de la Santa Iglesia Católica Romana y obedecer a la autoridad constituida”
(William B. Stevenson.- Veinte Años de Residencia en Sudamérica / La Revolución de Quito p. 75 – Corporación Editora Nacional, Quito 1982).
Inmediatamente la Junta Soberana lo ascendió al grado de Coronel y le encargó la formación de un cuerpo de ejército compuesto de tres batallones, que fue puesto bajo su experimentado mando.
Desgraciadamente, la falta de principios ideológicos sólidamente sustentados y las rivalidades que existían entre sus principales ejecutores, terminó por debilitar la revolución quiteña, y finalmente la Junta Soberana se disolvió y entregó nuevamente la Presidencia de la Audiencia al mis Conde Ruiz de Castilla que ella había destituido, bajo la formal promesa de éste no adoptaría ningún tipo de medidas ni represalias en contra de los revolucionarios.
Ruiz de Castilla rompió muy pronto su promesa, y el 4 de diciembre de ese mismo año ordenó la persecución y encarcelamiento de todos los implicados, a quienes encerró en los calabozos del Cuartel Real de Lima, en Quito.
El 2 de agosto de 1810, al conocer que los prisioneros eran tratados con crueldad y dureza -animados por doña María de la Vega, esposa de Salinas-, en un acto de verdadero valor y arrojo un grupo de quiteños intentó su liberación.
Lamentablemente el intento fracasó y los realistas, actuando con verdadera crueldad, dieron muerte a casi todos los presos, entre los que se encontraba -enfermo y ya agonizante- el Crnel. Juan Salinas.