Revolución Marcista
«La primera revolución auténtica que surge en la vida republicana del Ecuador es, indudablemente, la de marzo de 1845. Por su contenido y proyecciones rebasaba los estrechos límites del simple cuartelazo o golpe de estado. Constituye el principio de la autonomía nacional. Extinguió la opresión del militarismo extranjero que, a lo largo de quince años, impuso su hegemonía de tipo caudillista y arbitrario provocando una crisis de valores en la colectividad, a más de comprometer seriamente el desenvolvimiento económico del país...»
(Carlos de la Torre Reyes.- Piedrahita: Un Emigrado de su Tiempo, p. 106).
Efectivamente, la Revolución Marcista, llamada también Nacionalista, fue la reacción que tuvo el pueblo guayaquileño contra los atropellos y abusos del Gral. Juan José Flores -en el poder desde 1828-, quien por medio de la «Carta de Esclavitud» de 1843 gobernaba al país con facultades casi dictatoriales y con la posibilidad de entronizarse en el Poder de manera indefinida.
Esta circunstancia se agravó por el hecho de que el Ecuador empezó a vivir su primera gran crisis económica «debido a errores en la determinación del valor intrínseco de la moneda, que produjo una invasión de signos monetarios de baja ley, provenientes de países vecinos y la fuga de los nacionales de mayor valor intrínseco»
(El Telégrafo.- Marzo 5 de 1993).
Fue también el rechazo al militarismo extranjero que ejercía su poder e influencia en todo el territorio ecuatoriano; pues de los quince generales que tenía la República, sólo tres eran del país.
Por último y para colmo de males, una ola de indignación se desató en todo el Ecuador cuando el gobierno decretó el cobro de un impuesto de 3 pesos y medio a todo varón comprendido entre los veintidós y cincuenta y cinco años de edad.
A todo esto se sumaba una fuerte oposición a su gobierno que venía sintiéndose ya en las principales ciudades del país, obligándolo a actuar con mano dura para reprimir los intentos revolucionarios, misión de la que se encargaba el bravo Gral. Otamendi.
Definitivamente, para que la nación pudiera tener conciencia de su dignidad, no había otro camino que poner fin a la influencia de un gobierno que se mantenía a base de complicadas y enmarañadas leyes y, por sobre todo, al poder efectivo y militar que representaba. Entonces Guayaquil buscó la solución por el único camino que le quedaba: Una revolución que cortara las complicaciones del nudo gordiano que ahogaba al país desde el mismo momento de su nacimiento.
«El 5 de marzo de 1845 por la noche se reunió Ayarza con el General Elizalde y cinco o seis jefes de los antiguos chiguaguas, que creyeron llegada la ocasión de hacer revivir la causa que habían sostenido desde 1833 a 1835. Ayarza, dejando apostados a sus compañeros en un solar vecino, entró al cuartel de artillería, se apoderó de la guardia de acuerdo con el oficial que la mandaba, arrestó al comandante Barceló que le había reemplazado, se puso a la cabeza de la tropa e hizo entrar a los demás conjurados... Enseguida mandó Elizalde llamar a otros comprometidos y puso en libertad y armó a los presos de la cárcel que estaba contigua...»
(Aguirre Abad.- Bosquejo Histórico de la República del Ecuador, p. 335).
Así las cosas, el 6 de marzo de 1845 estalló en Guayaquil un movimiento revolucionario de características cívicas sin igual. Bajo la conducción militar de los generales Antonio Elizalde y Fernando Ayarza -a quienes secundaron otros militares- la juventud guayaquileña se levantó en armas y se tomó el Cuartel de Artillería, defendido valerosamente por el Gral. Tomás Carlos Wrigth.
Ese mismo día, el gobernador Manuel Espantoso renunció a sus funciones y convocó en la Casa Consistorial a una Asamblea Popular que estuvo dirigida por José Joaquín Olmedo y Pablo Merino, la misma que, luego de conocer y analizar las denuncias en contra del gobierno floreano, lo desconoció y redactó un documento que fue llamado “Pronunciamiento Popular de Guayaquil”.
Entre los militares que participaron, a más de los generales Elizalde y Ayarza, tuvieron lucida participación los coroneles Francisco y Juan Valverde, los comandantes Guillermo Franco, Manuel Merino, Ramón Valdez y Felipe Puga y el Cmdt. José María Vallejo, que perdió una pierna en el combate. Entre los civiles que se destacaron en esa jornada aparecen hombres valientes como Simón Vivero, Bolívar Villamil, Emilio Letamendi, Miguel Cucalón, Gregorio Cordero y los muchos héroes anónimos cuyos nombres no recoge la historia, pero que con su valor, determinación y coraje, y al patriótico grito de “Guayaquil por la Patria”, contribuyeron de manera determinante al triunfo de la revolución.
El fervor cívico de los guayaquileños estalló en una formidable insurrección popular, y el Cabildo y el pueblo entero -haciendo eco de la acción de armas- desconocieron al gobierno del Gral. Flores y nombraron un Gobierno Provisional integrado por los más destacados y eminentes ciudadanos de la época: José Joaquín Olmedo, Vicente Ramón Roca y Diego Noboa: tres guayaquileños en representación de los antiguos departamentos de Quito, Guayaquil y Cuenca, respectivamente, y que debían gobernar hasta la instauración de una nueva Convención Nacional, destinada a reorganizar la República.
«En Guayaquil, donde no sólo la participación popular, sino de todas las clases sociales, hizo posible el éxito de la revolución, el triunvirato destapa su encono contra Flores, con denuestos y epítetos un tanto exagerados, justificables ya que la «Dictadura Perpetua», mediante la «Carta de Esclavitud» trataba funestamente de engrillar, con hierros, a todo el país. Los anteriores enfrentamientos, aunque tuvieron raigambre popular, degeneraron en sangrientos combates militares, sin que el pueblo lograra cuajar sus ideales en el gobierno. El 6 de marzo se caracteriza por la presencia del pueblo y la claridad de sus ideas; ello dio carácter al movimiento, de suerte que el nuevo gobierno tuvo el respaldo de su poderosa e invalorable fuerza interna»
(P. y A. Costales.- Otamendi: El Centauro de Ebano, p. 8).
El Gobierno Provisorio nombró entonces al Gral. Antonio Elizalde como General en Jefe del Ejército y, bajo la inspiración de Olmedo impuso los nuevos símbolos patrios -escudo y bandera- con los colores celeste y blanco de Guayaquil.
La primera diligencia que cumplió la Junta de Gobierno fue la de propagar el movimiento revolucionario por todo el litoral, para luego continuar hacia la sierra.
Ante estas circunstancias, el Gral. Flores encargó al Gral. Otamendi la misión de acabar con la revuelta, pero el pueblo de Guayaquil, lleno de civismo y contagiado de eufórica valentía, acudió presuroso a los cuarteles a pedir armas para participar en la lucha y formó filas con oficiales, soldados y personalidades notables de la ciudad, que plegaban patrióticamente a la revolución.
Otamendi y sus fuerzas lograron llegar hasta Babahoyo, y para impedir el avance de los revolucionarios se fortalecieron en la hacienda “La Elvira” -propiedad del Gral. Flores- donde el 3 de mayo fueron atacados por las fuerzas guayaquileñas que, al mando del Gral. Antonio Elizalde, sitiaron por tierra y agua a los gobiernistas atrincherados en ella.
El 9 de mayo, el propio Gral. Flores llegó también a «La Elvira» para ofrecer –al día siguiente- una furiosa y valerosa resistencia.
Ya para entonces el Gral. Illingworth se había sumado con sus hombres a los revolucionarios, enviando además varias comisiones para lograr la adhesión de los pueblos del interior, que finalmente -comprendiendo el sacrificio de Guayaquil- se identificaron con la revolución. Primero se sublevó Alausí, y luego Loja, Cuenca, Cayambe, Tabacundo, Machachi... Se cortaron las comunicaciones de Flores con Quito... Por todas partes estallaron motines.
El 16 de mayo, Urbina -ascendido ya a General- salió de Portoviejo al mando de la II División del Ejército compuesta por 1.200 hombres escogidos, haciendo su entrada triunfal en Guayaquil el 27 del mismo mes. Su presencia en Guayaquil decidió el destino militar de la guerra civil.
Entonces las fuerzas revolucionarias fueron puestas bajo el mando del Gral. Ayarza, quien aplicó toda su experiencia militar -adquirida durante las luchas por la independencia- para lograr al fin, luego de bravos combates, la capitulación de las fuerzas gobiernistas. Antes de firmar la rendición, el Gral. Flores exigió que se firme también un tratado por medio del cual se brinden amplias garantías para él y todos sus seguidores.
Se firmó entonces, en la hacienda de Olmedo, en Babahoyo, el llamado «Tratado de La Virginia», con el que se puso fin a la dominación floreana y se dio inicio al período «Marcista».
Una vez más, el patriotismo y el sacrificio guayaquileño habían salvado a la República.
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