Asesinato de los heroes liberales
Luego de la muerte del Presidente de la República Sr. Emilio Estrada, ocurrida el 21 de diciembre de 1911, se desató en el país una virulenta lucha por el poder, y mientras en Quito el Presidente del Senado -Dr. Carlos Freile Zaldumbide- se hacía cargo del poder, dentro del propio gobierno se presentaron dos candidaturas presidenciales “que implicaban dos tendencias extremas a la política ecuatoriana: La del doctor Carlos R. Tobar, Ministro de Relaciones Exteriores; y la del general Leonidas Plaza Gutiérrez, Ministro de Hacienda y ex-Presidente de la República. El doctor Carlos R. Tobar era candidato de conservadores y de ciudadanía independiente; y el general Plaza, candidato de la facción liberal-radical contrapuesta al alfarismo”
(O. E. Reyes.- Breve Historia General del Ecuador, tomo II, p. 241).
En este estado de cosas, y para contrarrestar al “Peligro Conservador”, representado por Tobar, y al “Peligro Placista”, del Gral. Plaza; en Esmeraldas y Manabí fue proclamada la Jefatura Suprema del Gral. Flavio Alfaro, al tiempo que en Guayaquil se proclamó la del Gral. Pedro J. Montero.
Ante esta situación, que amenazaba con desatar una nueva guerra civil, los dos jefes supremos llamaron al Gral. Eloy Alfaro -que se encontraba desterrado en Panamá- para entregarle la Jefatura Suprema y el mando de su ejército.
El “Viejo Luchador” llegó a Guayaquil el 4 de enero de 1912, pero lejos de buscar una lucha fratricida -que tanto daño podría causarle al país- se presentó como mediador promoviendo un gobierno civil y buscando la paz y la tranquilidad nacional.
Desgraciadamente, la actitud pacificadora de Eloy Alfaro no fue escuchada por Freile Zaldumbide, quien prefirió tomar el camino de las armas nombrando para el caso -por algún oscuro designio- al Gral. Leonidas Plaza -que aspiraba ilegalmente a la Presidencia de la República- como General en Jefe del Ejército Nacional.
Se libraron entonces los sangrientos combates de Huigra, Naranjito y Yaguachi, en los que las fuerzas alfaristas -bajo el mando de Flavio Alfaro y Pedro J. Montero- fueron derrotadas por la inmensa superioridad del ejército regular, y tuvieron que capitular y firmar, el 22 de enero, un documento que fue conocido como el Tratado de Durán, por medio del cual y bajo palabra de honor (?), los vencedores garantizaban la vida de los vencidos bajo la condición de que éstos depongan las armas.
Ese mismo día la infamia cobró cuerpo, cuando a las 9:30 de la noche el Gral. Leonidas Plaza procedió a la captura de los generales Eloy Alfaro, Ulpiano Páez y Pedro J. Montero.
Dos días después el monstruo creció y procedió a las capturas del periodista Crnel. Luciano Coral y del Gral. Medardo Alfaro, que viejo y medio paralítico fue hecho prisionero cuando desembarcaba de la nave en que regresaba al país luego de sufrir destierro. Finalmente, el día 25 fueron detenidos los generales Manuel Serrano y Flavio Alfaro, iniciándose de esta manera uno de los capítulos de sangre y traición más tristes que registra la historia política y militar del Ecuador.
A las 5:00 de la tarde de ese 25 de enero se entabló en la Gobernación de Guayaquil un juicio en contra del Gral. Montero, y poco después de las 9:00 de la noche, al concluir la inmoral farsa se leyó el veredicto del jurado declarando que: “Por estar abolida la pena capital en nuestro Código Fundamental, en nombre de la República y por Autoridad de la Ley, se condena al mencionado reo Pedro J. Montero a la pena de reclusión mayor extraordinaria, diez y seis años de presidio, previa formal degradación militar que se efectuará en la plaza pública y en presencia de todo el ejército”
(En el Palacio de Carondelet.- E. Muñoz B. p. 312).
La sentencia no satisfizo a la tropa placista, que sedienta de sangre protestó por el fallo. En ese instante supremo, Pedro J. Montero -el invencible “Tigre de Bulu-Bulu”- se irguió con arrogancia y dirigiéndose a sus verdugos exclamó: “Quieren mi vida... muy bien,... la daré mañana...”
La actitud valerosa y digna de Montero enervó más los ánimos de la cobarde soldadesca que, envalentonada por la impotencia del reo, protestó gritando, insultando y pidiendo su vida: “No mañana... ahora mismo...” le contestó una voz oculta entre la multitud, mientras que cobarde y traidor, el Tnte. Alipio Sotomayor le disparaba un tiro en la frente y le caía luego a culatazos para completar su obra. Seguidamente el cadáver fue arrojado por la ventana, hacia abajo, donde el resto de la tropa lo descuartizó, y ante la aterrada mirada del pueblo, sus despojos fueron arrastrados hasta la plaza de San Francisco, donde la soldadesca se repartió bestialmente sus brazos y piernas. Finalmente, no sin antes guardar como trofeos el corazón y la cabeza de la víctima, sus restos fueron quemados en una lúgubre pira.
“En la noche del 25, el Gral. Andrade hizo cuanto pudo para convencer a Plaza y Navarro que enviaran a los presos a bordo del Libertador Bolívar para que allí fueran juzgados; para comprobar que no habían nacido para verdugos: Pero éstos se obstinaron en mandarlos a Quito a la muerte. El batallón “Marañón” cuyo jefe era el coronel Alejandro Sierra, sacólos de la prisión a las dos de la madrugada del 26 por calles resbaladizas, pues que llovía, caminando por en medio de fardos y cajones aglomerados delante de la aduana, por sitios donde el anciano general caía a menudo, trasladándolos a bordo del vaporcito que atraviesa el río hasta Durán. Ya embarcados, apagaron las luces del vapor, a fin de que en Guayaquil no sospecharan que los presos partían... Al tomar el tren en Durán, el Gral. Alfaro dijo: ¿Y por qué no nos fusilan aquí?. Subieron a los vagones y el tren partió”
(Roberto Andrade.- “Sangre: ¿Quién la Derramó?” p. 108).
Lentamente, el ferrocarril que Alfaro había construido como irrompible lazo de unión nacional, inició la marcha conducido por maquinistas y personal extranjeros. “¡Ningún ecuatoriano se prestó para manejar el fúnebre convoy...!”
Más adelante, el Viejo Luchador tomó un paquetito que llevaba muy celosamente guardado y se lo extendió a su amigo el Crnel. Carlos Andrade diciéndole: “Te encargo esto que me ha tenido muy preocupado durante el viaje, por temor de que se me pierda... La maletita en que los he guardado, a cada rato se me confunde; y en tus manos, los papeles quedarán seguros. Es la historia del ferrocarril...”
Por fin, luego de un viaje de casi cincuenta horas, la locomotora de la muerte entró en la ciudad de Quito, a las 11:15 de la mañana.
Enseguida, y en medio de un populacho furioso y vociferante que había sido especialmente reunido e instruido para ver la llegada de los héroes vencidos, el Crnel. Sierra condujo a los prisioneros al Panóptico, y luego de entregarlos al director del mismo se dirigió a quienes se habían reunido frente a la puerta del sombrío edificio y exclamó: “¡Yo ya he cumplido con mi deber; lo demás es cuestión de ustedes!”
Inmediatamente, el terror, el crimen, el salvajismo y la barbarie se dieron la mano con el pueblo quiteño, y juntos escribieron una de las páginas más horrendas de la historia de nuestro país. Una pandilla de cocheros, matarifes, ladrones y prostitutas ingresaron fácilmente al penal, y sin encontrar ninguna resistencia por parte de los soldados y guardianes del mismo, inició la sangrienta faena.
“A Eloy Alfaro, un desalmado cochero, después de ultrajarle con palabras soeces le descargó un garrotazo, tendiéndolo en el suelo y rematándolo después con un tiro de rifle, para ser luego precipitado por matones a la planta baja entre puntapiés y griterías. El general Páez, después de una inútil resistencia cae golpeado por cruel barretazo propinado por un carpintero. Al general Manuel Serrano, una mujer le enterró una daga, chupando a continuación la sangre que corría por el arma. Poco después cayó el general Medardo Alfaro seguido del coronel Luciano Coral, y vivo aún, le arrancaron la lengua. El último en caer fue Flavio Alfaro quien ofreció resistencia agarrándose a una barra de hierro, pero le punzaron los dedos con puñales y lo lanzaron al pavimento”
(J. Pérez Concha.- “Eloy Alfaro, su vida y su obra”, p. 425).
“En seguida vinieron las sogas y, con los pies por delante, dejando en los guijarros guiñapos espeluznantes, los cadáveres fueron conducidos, por varios caminos, a la planicie del Ejido. El espectáculo superó a las palabras. Sencillamente fue inenarrable, en el más auténtico sentido.
La turba estuvo conducida por juntas conocidas en el bajo mundo de la vileza y del desenfreno: El cochero José Cevallos, el matarife José Chulco, la Pacache, la Piedras Negras, y las Potrancas; luego venían los hampones y la canallada, orgullosa de lo que hacía. No pudo darse un crimen más perfecto.
Los orientadores, los impulsadores, los solemnizadores, no aparecieron en parte alguna. Tampoco asomaron los fieles servidores del régimen, los beneficiarios del crimen, los que imploraban justicia y los que pedían venganza. Menos aun aparecieron por allí los escritores de la oposición, los ideólogos, los malos consejeros de los vencidos. Lo que es más cruel, no apareció ningún defensor”
(G. Cevallos García.- Reflexiones Sobre la Historia del Ecuador, 2a. parte, p. 190).
Cuando los despojos de Alfaro y sus generales llegaron a El Ejido, el salvajismo y la barbarie alcanzaron características dantescas “...se repartieron los despojos. Gritos y saltos, una pierna jugaba de mano en mano, testículos arrancados pasaban por sobre las cabezas. Y un bárbaro de ojos rojos pidió que le mirasen la prueba: Levantó con ambas manos un cráneo hueco, colmado de chicha, y se puso a brindar y a beber”
(A. Pareja Diezcanseco.- La Hoguera Bárbara, p. 424).
Finalmente los cadáveres fueron rociados con gasolina e incinerados en una pira humana, mientras ese enjambre de gandules, delincuentes, vagos y prostitutas danzaban grotescamente en torno al fuego, dando rienda suelta a sus bestiales instintos.
Como era domingo, en los parques de la franciscana ciudad de Quito, mientras ardía “La Hoguera Bárbara” se escucharon, como era costumbre, las retretas que para entretener al pueblo brindaban las bandas militares.
Fue el 28 de enero de 1912.
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