Dr. Carlos Alberto Arroyo del Río
Político, orador, literato y jurista nacido en Guayaquil el 27 de noviembre de 1893, hijo del Sr. Manuel María Arroyo Valencia y de la Sra. Aurora del Río y Vera.
Creció al influjo de las transformaciones políticas y sociales que se produjeron como consecuencia de la Revolución Liberal, y desde muy temprana edad demostró poseer una notable inteligencia que lo hizo sobresalir entre sus compañeros de la Escuela San Luis Gonzaga de su ciudad natal. Por esa época, los incendios que azotaron a Guayaquil acabaron con todos los bienes de su familia, y poco tiempo después murió su padre dejando a su madre sumida en una honorable pobreza, por lo que desde temprana edad -al tiempo que estudiaba- tuvo que trabajar para poderla mantener.
El bachillerato lo concluyó en el Colegio San Felipe de Riobamba -establecido en 1838-, luego de lo cual volvió para ingresar a la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad de Guayaquil, donde haciendo uso de la libertad de estudios obtuvo el título de Doctor en Jurisprudencia el 3 de agosto de 1914; pero debió esperar hasta cumplir la mayoría de edad para poder incorporarse, el 19 de diciembre, al Cuerpo de Abogados de la República.
Comenzó su vida pública en 1915 trabajando en favor de la candidatura presidencial del Dr. Alfredo Baquerizo Moreno, y al año siguiente inició una brillante carrera política cuando fue elegido Diputado por la provincia del Guayas al Congreso Nacional, dignidad a la que volvió a ser electo en 1917, 1922 y 1923, habiendo sido además, en los dos últimos años, Presidente de la Cámara Joven.
En 1924 fue elegido Senador, y luego llamado para encargarse de la Presidencia de la República por haberse concedido licencia al presidente Dr. José Luis Tamayo; en esa ocasión y al igual que lo haría en otras, a pesar de las presiones prefirió excusarse de aceptar dicha designación.
Su desprendimiento por el poder, su extraordinaria capacidad parlamentaria y su elevado patriotismo hicieron que el Partido Liberal -en 1932- propusiera su candidatura a la Presidencia de la República, pero debió excusarse por no haber cumplido aún los cuarenta años de edad, que era la mínima requerida por la Constitución para ejercer dicho cargo. Un año después fue propuesta su candidatura por segunda vez, y volvió a excusarse ante la falta de unanimidad existente en su partido con relación a su candidatura.
En 1935 fue nombrado Director Supremo del Partido Liberal y volvió al Senado como representante de las universidades. Fue entonces elegido Presidente de dicho cuerpo legislativo y su figura política alcanzó estaturas gigantescas.
Gobernaba entonces el país el Dr. José María Velasco Ibarra, quien había alcanzado el poder luego de propiciar la caída del presidente Sr. Juan de Dios Martínez Mera y de haber prometido -juramento de por medio- que jamás aceptaría candidatura alguna para llegar a la Primera Magistratura.
Desde el Congreso se convirtió en el líder de una oposición frontal y razonada que hizo perder la serenidad al mandatario, que el 20 de agosto, en uno de esos arrebatos que caracterizaron su atolondrada vida pública, decidió disolver el Congreso, autoproclamarse dictador y poner en prisión a la mayoría de los legisladores de la oposición, entre ellos a su presidente el Dr. Arroyo del Río.
Pero el pueblo ecuatoriano no estaba dispuesto a permitir que se atropellen los derechos ciudadanos, y al grito de ¡Viva la Constitución… Abajo la Dictadura…!expresó su rechazo al intento dictatorial. Igual cosa hicieron las Fuerzas Armadas, que respondiendo a la indignación popular y en patriótica actitud, procedieron a la destitución del frustrado dictador, a quien ese mismo día detuvieron para luego obligarlo a que abandone el país.
Ese mismo año -habiendo cumplido ya la edad mínima requerida- fue propuesta su candidatura por tercera vez, pero no se realizaron las elecciones debido a que el Encargado de la Presidencia de la República -Dr. Antonio Pons- renunció al cargo entregando el poder ante una Junta Militar, que a su vez lo traspasó al Ing. Federico Páez. Así se manejaban los destinos del país en esa época de desorden y anarquía política.
En 1938 -por cuarta vez- nuevamente fue propuesta su candidatura presidencial, y una vez más se excusó de aceptar, por lo que fue propuesta la de su coideario el Dr. Aurelio Mosquera Narváez, que resultó elegido.
A mediados de noviembre de 1939 y ante el fallecimiento del presidente Mosquera Narváez, de acuerdo con la Constitución y en su calidad de Presidente del Senado le correspondió ocupar el cargo que quedaba vacante. Esta situación fue aprovechada por la Asamblea Liberal que un mes más tarde lo postuló por quinta vez a la Presidencia de la República y, para evitar una nueva negativa, dio por terminadas sus labores antes de que se pudiera excusar.
Entonces, y ante la seguridad de que si se negaba podía dejar al Partido Liberal sin candidato a la Presidencia de la República, para poder aceptar renunció al cargo que venía desempeñando, que fue asumido por el Presidente de la Cámara de Diputados, Dr. Andrés F. Córdova.
Las elecciones presidenciales -que se realizaron en los días 10 y 11 de enero de 1940- fueron muy polémicas, pues pasado el primer día y viendo que el cómputo parcial favorecía al Dr. Arroyo con más de 5.000 votos, respaldado por un grupo de aviadores el Dr. José María Velasco Ibarra intentó un movimiento revolucionario para desconocer el resultado, acusando al Encargado del Poder Ejecutivo, Dr. Andrés F. Córdova, de haber preparado un fraude electoral; pero el Dr. Córdova no se dejó impresionar por la prepotencia del insurrecto, y en uso de la autoridad de que estaba investido ordenó que fuera encerrado en el Panóptico y luego enviado fuera del país.
Al respecto del fraude electoral, supuestamente perpetrado por quien hizo de su vida un camino limpio y aún hoy está reconocido como uno de los juristas y políticos más honorables, correctos, impolutos y notables del Ecuador, el Dr. Andrés F. Córdova -al ser preguntado- respondió: “Se dijo que yo había enviado un telegrama a la provincia de Manabí solicitando 46.000 votos para que triunfe Arroyo del Río y al final el total de votos de Arroyo era de 42.000 en toda la República”
(“En el Palacio de Carondelet”.- Eduardo Muñoz Borrero).
Así las cosas y de acuerdo con la Constitución, el Dr. Arroyo del Río asumió la Presidencia de la República el 31 de agosto de 1940. Ese mismo día declaró enfáticamente que su gobierno se caracterizaría por la rectitud y firmeza de los procedimientos. Dijo entonces: “De todos los caminos que pueden conducir a la concordia, sólo habrá dos por los que nunca transitará mi gobierno: El de la condescendencia deshonesta y el de la debilidad desconceptuante”.
Arroyo del Río, que maliciosamente había sido calificado por sus detractores de ser un político oligarca y sectario, demostró todo lo contrario al momento de formar su gabinete ministerial, al que integró con representante de todos los sectores políticos, incluyendo en él -junto a cuatro miembros de su partido- a dos militantes izquierdistas, un independiente y un conservador. Ellos fueron el Dr. Aurelio Aguilar Vásquez y los señores Guillermo Bustamante, Vicente Illingworth Ycaza y Vicente Santistevan Elizalde, en las carteras de Gobierno, Educación Pública, Hacienda y Defensa, respectivamente; el Dr. Carlos Andrade Marín y el Sr. Rodrigo Vela Barahona, en las de Previsión Social y Trabajo, y Agricultura; el Sr. Luis Cordovés Borja, en la de Obras Públicas; y el Dr. Julio Tobar Donoso en la de Relaciones Exteriores. Todos ellos hombres probos, honorables, intachables, de altísimas condiciones cívicas y morales, y de patriotismo a toda prueba.
“Ocho hombres de distintos sectores geográficos y campos ideológicos, fueron aquellos a cuyo patriotismo apelé -no me cansaré de repetirlo- para formar un Gabinete en el que predominara el civismo, la honradez, la independencia, el buen criterio, la amplitud de miras, el anhelo de servir al país. Había ahí quiénes eran coidearios míos y quiénes no lo eran. Con muchos de ellos no había tenido la honra de ser amigo…”.
No se había cumplido aún el primer año de su gobierno, cuando el 5 de julio de 1941, de acuerdo a su costumbre y aprovechándose de las ventajas estratégicas y geográficas que le ofrecían el Tratado Salomón-Lozano y el Statu Quo reconocido en el Acta del 6 de Julio de 1936, el Perú asestó una nueva y traidora puñalada a nuestra patria invadiendo el territorio ecuatoriano en la provincia de El Oro. Nuestro ejército se preparó para la defensa, pero “años largos de descuido y de mala diplomacia, nos condujeron al trágico final”
(A. Pareja Diezcanseco.- Ecuador: Historia de la República, tomo III. p. 111).
Debido a la “gravísima crisis económica por la que atravesaba el país, después del despilfarro de las dos anteriores dictaduras; el Dr. Arroyo no pudo comprar armamento ni equipar un ejército de siquiera 10.000 hombres”
(Galo Román.- Ecuador: Nación Soberana, p. 470).
El 23 del mismo mes sufrimos ataques totales contra las provincias de El Oro, Loja y el oriente; y nuestras pocas fuerzas militares, aunque lucharon con heroísmo, fueron vencidas, no por el valor, sino por la abrumadora superioridad militar y la traición del enemigo.
La situación de nuestro ejército era verdaderamente desesperada, la falta de preparación y el escaso presupuesto no permitían la compra de material bélico, y aunque el pueblo deseaba ir al frente de batalla, no había cómo armarlo, alimentarlo, ni transportarlo.
En esas condiciones de tremenda y dramática desventaja -con su territorio invadido por fuerzas militares peruanas- el Ecuador asistió a la Conferencia de Cancilleres que en los primeros días de enero de 1942 se reunió en la ciudad de Río de Janeiro, Brasil, llevando ante este organismo internacional nuestro sangrante problema territorial.
La delegación ecuatoriana defendió brillantemente y con sólidos argumentos jurídicos e históricos el honor y los derechos territoriales de nuestro país, denunciando además la forma traicionera como había sido atacado, pero las artimañas y astucia de los delegados peruanos -quienes además esgrimieron una carta pública escrita por el Dr. Velasco Ibarra acusando al gobierno ecuatoriano de ser el agresor- lograron embaucar a los delegados de los países mediadores, Argentina, Brasil, Chile y Estados Unidos, quienes presionaron a los ecuatorianos para que acepten la firma de un tratado por medio del cual el Ecuador debía de ceder, en nombre de la paz, gran parte de su territorio oriental y los derechos que defendía sobre la orilla izquierda del Amazonas.
Nuestra delegación rechazó rotundamente dicho documento, e inclusive se negó a tratar el asunto mientras el territorio ecuatoriano estuviera invadido por las fuerzas militares peruanas, pero el Canciller del Brasil, Sr. Oswaldo Aranha, señaló a nuestra delegación que si el Ecuador no aprovechaba la oportunidad de la reunión de Río de Janeiro, los países mediadores se retirarían dejando nuestro destino a la suerte de las armas, destacando además que “…las pretensiones del Perú son sin límites ; después de cinco días les invaden”.
Esta amenazadora sentencia tenía un solo significado: después de cinco días el Perú estaría en Guayaquil, que es la joya que siempre ha deseado.
Conociendo esta delicadísima situación, el Ministro de Defensa Nacional, Crnel. Carlos A. Guerrero -pundonoroso y distinguido militar a quien por sus conocimientos y dotes de organización se lo había llamado a dirigir el Departamento de Defensa a raíz del desastre fronterizo- presentó a la Junta Consultiva -el 19 enero de 1942- una exposición en la que en algunas de sus partes dice: “…El Ecuador no tiene ejército para la defensa de su soberanía. En Aviación, cero; En Marina, dos cañoneras sin munición: El Presidente Alfaro y el Calderón. La defensa de la costa, nula… La fuerza de infantería no puede ser atendida eficazmente por falta de elementos materiales disponibles… La munición en cantidad estrictamente indispensable, hay que gastarla con rigurosa economía, para que no llegue el momento de quedarnos sin nada…
En estos datos, que dan la medida de nuestra tristísima realidad militar, tiene la Junta los elementos de juicio para aconsejar al gobierno el arreglo pacífico del problema o su solución por la fuerza. Porque, en mi concepto, resistirse al arreglo, sería escoger la guerra, con la seguridad de la absoluta derrota… Como soldados estamos obligados a aconsejar la guerra cuando hay posibilidades de triunfo. En caso contrario, es nuestro deber indicar la paz… No podemos atenernos a la eventualidad de impedir, si llegase el caso, un desembarco en Guayaquil…
Si estuviéramos en condiciones de hacer la guerra, con probabilidades de llegar a la victoria, es claro que no sería otra la actitud del Ecuador. Pero, en las circunstancias actuales, estoy seguro que no habría ningún militar, ningún soldado que fuese partidario de la lucha armada… Si no se llega en estos días, a un arreglo, (el Perú) va a atacar Guayaquil, empresa para él relativamente fácil de realizar,… tomado Guayaquil, no podría resistir el golpe, peor devolverlo al Perú…”.
Pocos días más tarde -el 24 de enero- el Crnel. Guerrero presentó al Presidente la renuncia de su cargo exponiendo -entre otras cosas- lo siguiente:
“…en tan adverso estado de cosas; cómo hacer frente al ejército peruano, organizado, armado, equipado con años de anticipación, movilizado casi por completo y que cuenta para este año con más de cuatrocientos millones de sucres, exclusivamente para gastos militares?…
En consideración a la debilidad militar del Ecuador y a fin de salvar su existencia, he opinado y sigo opinando que el país debe resueltamente sacrificar sus aspiraciones sobre el Marañón y aceptar sin regateos la línea oriental que los países mediadores consigan del Perú, cualquiera que sea.
No es así el parecer de la Junta Patriótica y de la Junta Consultiva, las cuales se adormecen con la patriótica ilusión de que las aspiraciones nacionales pueden ser grandes, aunque no existan medios para realizarlas…”.
Por otro lado, diferentes observadores militares ya habían opinado en relación a la situación que se vivía, asegurando que: “Si el Ecuador se negase a aceptar las condiciones a proponerse por Perú, se completaría la ocupación de El Oro y se avanzaría sobre Loja, Cuenca y Guayaquil. No sólo la negación sino aun cuando se produjera una aceptación a la propuesta, el Perú adoptaría tal conducta si es que el Ecuador dilata la firma del tratado que finiquite el problema de las fronteras”
(La Invasión Peruana y el Protocolo de Río, p. 436.- Julio Tobar Donoso).
No fue el Dr. Arroyo del Río quien decidió la firma del Protocolo de Río de Janeiro, el Gobierno solo comprendió la dramática situación por la que estaba pasando y aceptó la recomendación del Ministro de Defensa que conocía profundamente la realidad militar que el Ecuador vivía en esa época dolorosa.
Fue entonces y solo entonces que -obligado por las presiones militares peruanas y con la venia de los países garantes, Argentina, Brasil, Chile y Estados Unidos; que también habían crecido a costa de territorios arrebatados a sus vecinos- en nombre de la paz continental, a la 1;20 de la madrugada del 29 de enero de 1942, en el Palacio de Ytamarati, el Ecuador fue obligado a firmar el “Protocolo de Río de Janeiro”, por medio del cual -con una que otra rectificación- se le dio legalidad jurídica a la ocupación que de hecho mantenía el Perú -desde 1936- en territorios de la región oriental.
Nuestro país perdió 13.480 km2 de su amazonía, no los 300.000 que tantas veces se ha dicho, y mucho menos sus derechos sobre las márgenes izquierdas del Amazonas, pues esas regiones estaban en manos del Perú desde muchísimos años antes.
La firma del Protocolo de Río de Janeiro -que es el único documento que desde el nacimiento de la República, en 1830, determina los límites entre el Ecuador y el Perú, porque no existe y jamás a existido otro documento limítrofe entre las dos naciones- significó un sacrificio muy dramático para nuestro canciller, el Dr. Julio Tobar Donoso, quien debió que tomar, en cuestión de horas, una de las decisiones más importantes y dolorosas en la historia de nuestro país, sin contar siquiera con las facilidades para comunicarse con el Presidente de la República y menos aún con su aprobación para la firma del mismo; pero comprendiendo el terrible peligro que se cernía sobre nuestra patria, enfrentó con su firma el implacable juicio de la historia, que no fue otra cosa que determinar por primera vez, los verdaderos límites entre Ecuador y Perú.
El Dr. Arroyo del Río era Liberal… El Dr. Julio Tobar Donoso -que firmó el Protocolo- era conservador. Al presidente Arroyo del Río le hubiera sido muy fácil lavarse las manos “ponciopiláticamente” y destituir al canciller Tobar Donoso, haciéndolo responsable del desastre; pero Arroyo del Río -que era un caballero y un hombre de honor- estaba conciente de que el Protocolo de Río de Janeiro era un documento salvador de la existencia de la Patria y por ello -a sabiendas de las consecuencias políticas que este le traería- en un gesto de nobleza de los tantos que lo enaltecieron durante toda su vida pública y privada, le brindó su respaldo total e incondicionalmente.
Pocos días después de la firma del Protocolo de Río de Janeiro y cumpliendo con lo dispuesto en la Constitución vigente, que era la de 1906, el presidente Arroyo del Río convocó al Congreso de la República -al cual asistían miembros de todas las ideologías políticas- para que sea este quien apruebe o desapruebe la firma de dicho documento; y el Poder Legislativo, luego de las consultas y reuniones pertinentes, con fecha 26 de febrero de 1942 expidió el decreto correspondiente que en su artículo único dice: “Apruébase el Protocolo de Paz, Amistad y Límites firmado en Río de Janeiro, el 29 de enero del presente año… etc. etc. etc.”
No fue el Presidente Arroyo del Río quien por sí y de por sí aceptó la firma del Protocolo de Río de Janeiro; fue el razonamiento inteligente de un cuerpo legislativo consciente el que decidió que así se lo haga, porque era el único camino que le quedaba al Ecuador para salvar su existencia.
La demagogia política ha tratado de desfigurar los hechos dándoles aspectos diferentes a la realidad. La verdad es que la situación indefensa del país por falta de armamentos, municiones, plan de guerra, preparación militar, caminos, marina, aviación, recursos económicos, etc. -todo ello en pleno conflicto mundial que dificultaba cualquier gestión- impidió nuestra defensa y nos colocó en una posición sumamente grave.
Se inculpó al gobierno de no haber mandado fuerzas a la frontera; pero éste procedió de acuerdo con las realidades, escuchando solamente los dictámenes que debía oír y actuando con toda serenidad para evitar que el desastre sea mayor. Si contra la opinión de quienes debían darla, en las condiciones defensivas en que se encontraba el país, hubiera enviado hombres armados a sostener una lucha desigual en la frontera, quién sabe cuáles habrían sido las consecuencias. El Congreso Nacional de 1942, que conoció amplia y minuciosamente el caso, expidió a favor del presidente Arroyo del Río un acuerdo exculpativo y honroso.
A pesar de que el Protocolo de Río de Janeiro había sido un documento salvador de la existencia de la República, y sobre todo de Guayaquil que siempre ha sido la presa más codiciada por la rapiña peruana, el 28 de mayo de ese mismo año, un grupo de anarquistas y universitarios -seducidos por la retórica patriotera del Cap. Leonidas Plaza Lasso- intentó asaltar el Palacio Presidencial supuestamente con el propósito de exigir al Presidente la renuncia.
Esa tarde, Luís Felipe Borja del Alcázar -padre del Dr. Rodrigo Borja Cevallos- convertido en abanderado del motín, asesinó a quemarropa a un carabinero e hirió a varios más. Ante esta situación, la guardia presidencial abrió fuego y los asaltantes tuvieron que huir despavoridos. Plaza fue capturado y Borja buscó refugio, precisamente, en la Embajada del Perú, que le extendió el respectivo salvoconducto para que pueda viajar a ese país.
Ironías de la vida: Se acusa al Dr. Arroyo del Río de ser el culpable de la debacle militar del 41 y de la firma del Protocolo de Río de Janeiro. Se lo acusa de que por su culpa el Ecuador ha dejado de ser país amazónico; pero uno de sus acusadores, luego de asaltar el Palacio de Gobierno, para evitar ser capturado pide la protección del Perú.
Durante la Segunda Guerra Mundial y sobre todo después del 7 de diciembre de 1941 en que el Japón atacó la base naval norteamericana de Pearl Harbor en Hawai, nuestro país vio reducidas sustancialmente todas sus exportaciones; esto, sumado al desgaste económico que produjo la invasión peruana y la reconstrucción de las zonas afectadas por el conflicto, ocasionó en las arcas fiscales un desfinanciamiento de características alarmantes: Le tocó entonces sortear con inteligencia y habilidad las tremendas consecuencias de la depresión económica, impidiendo la inflación y la desvalorización de la moneda, de tal manera, que al finalizar 1942 el endémico fisco obtuvo un apreciable superávit.
Ese mismo año -entre el 16 de noviembre y el 16 de diciembre-, por invitación de los gobiernos de Colombia, México, Estados Unidos, Cuba, Panamá y Venezuela; realizó un histórico viaje que dejó recuerdos inolvidables en el pueblo y gobernantes de cada uno de esos países, que recibieron al “Apóstol del Panamericanismo” con los más altos honores y consideraciones.
A pesar de la Guerra Mundial, de la invasión peruana de 1941, del desmembramiento territorial que sufrió nuestra patria, de los gastos de reconstrucción nacional y de la intensa oposición que padeció durante todo su mandato por parte de quienes buscaban desestabilizar al país para poder continuar con el festín de los desgobiernos y las dictaduras, el Dr. Arroyo del Río pudo realizar obras de gran beneficio social.
Solucionó los problemas económicos que sufría el País reduciendo considerablemente el déficit presupuestario y reformó la Ley del Seguro Social, institución a la que reestructuró dándole solidez para que preste buen servicio a todos los ecuatorianos.
Impulsó la educación pública con la creación de los colegios nacionales Aguirre Abad de Guayaquil, Juan Pío Montúfar de Quito, Alejo Lascano de Manabí y el Nacional de Señoritas de Riobamba; asignó un local independiente al Instituto de Pedagogía de Guayaquil, que funcionaba anexo al Vicente Rocafuerte y adquirió otro para el colegio de Esmeraldas; apoyó con 100.000 sucres a los talleres de la Escuela Central Técnica de Quito, creó los colegios de Atuntaqui y Zaruma, y más de treinta establecimientos de educación primaria en diferentes lugares del país, destinando además la cantidad de 1’500.000 sucres para la construcción de edificios para las escuelas rurales.
Creó la Universidad de Loja y dictó un decreto por medio del cual se asignaron las rentas necesarias para la Ciudad Universitaria de Guayaquil, que había sido fundada por él -cuando era rector de dicho centro de enseñanza superior- en 1938. Esa Ciudad Universitaria, que la politiquería le dio el nombre del presidente comunista que llevó a Chile al hambre, el caos y la anarquía; debería honrarse con el nombre de su fundador, y llamarse Dr. Carlos Alberto Arroyo del Río.
Arroyo del Río habilitó la carretera Panamericana desde Cuenca hasta Loja y desde Loja hacia El Oro; construyó puentes y caminos e inauguró el servicio radiofónico internacional. Cuenca fue beneficiada con la inauguración de su aeropuerto y con la creación de un impuesto que permitió la construcción de su hermosa Catedral.
Dotó de rentas a la Junta de Beneficencia de Guayaquil, inauguró la Escuela de Aviación, y dispuso los fondos necesarios para la ampliación del campo de aviación de Quito, la inauguración de los aeródromos de Cuenca y Riobamba, y las mejoras del de Esmeraldas; impulsó la fundación de la Junta de Agua Potable de Guayaquil, creó el Instituto de Higiene y dictó muchas leyes de gran beneficio social.
Deseoso de propiciar el desarrollo económico del país, de manera especial en el los campos de la industria y la agricultura, con fecha 20 de octubre de 1943 creó el Banco Nacional de Fomento, que vino a sustituir el Banco Hipotecario, fundado durante el gobierno del Dr. Isidro Ayora.
Ese mismo año, preocupado por impulsar el desarrollo cultural del Ecuador y con el propósito de que nuestro país -que no era potencia militar- alcanzara un sitial de honor en la cultura, Arroyo del Río fundó el Museo Colonial de Quito y, mediante decreto No. 1755 del 11 de noviembre de 1943 creó el “Instituto Cultural Ecuatoriano”, al que el gobierno que le sucedió intentó “escamotear” cambiándole su nombre por el de Casa de la Cultura Ecuatoriana.
Arroyo del Río Incrementó a la Armada Nacional con la adquisición de las naves “10 de Agosto”, “9 de Octubre” y “5 de Junio”, y con fecha 7 de enero de 1944 expidió el Decreto No. 2120 por medio del cual dispuso la creación de la Marina Mercante Nacional, asignándole los fondos necesarios sin incrementar el Presupuesto General del Estado.
Pocos meses antes de finalizar su gobierno y cuando se iniciaban los preparativos para las nuevas elecciones presidenciales, a principios de 1944 el Partido Liberal -aunque un poco debilitado por las luchas internas- propuso la candidatura del Dr. Miguel Angel Albornoz, Director Supremo de dicho partido y último Presidente del Congreso Nacional.
Para contrarrestar esta candidatura, las fuerzas opositoras organizaron una coalición que agrupó a comunistas, socialistas, conservadores y disidentes del Partido Liberal -a la que denominaron Alianza Democrática Ecuatoriana (ADE)-, la cual auspició la candidatura del Dr. José María Velasco Ibarra, que se encontraba -como fue siempre su costumbre- radicado fuera del país.
Dicha coalición, con la ayuda y el asesoramiento del entonces Tnte. Sergio Enrique Girón -quien desde los últimos días de 1943 había empezado a planificar un golpe para derrocar al régimen, comprometiendo para el caso a los oficiales de varias unidades militares-, presentó una violenta y radical oposición al régimen del Dr. Arroyo, que produjo en el país un clima de intensa agitación política que, acrecentado por las fogosas arengas de los politiqueros y aprovechando diversas circunstancias laborales, culminó cuando estalló en Guayaquil el golpe militar mal conocido como la Revolución del 28 de Mayo de 1944.
El ejército y los carabineros -leales al gobierno- pidieron al presidente la autorización para enfrentar a los revolucionarios, pero éste prefirió renunciar para evitar los horrores de una nueva guerra civil, que se hubiera desatado cuando sólo faltaban tres meses para concluir su mandato.
Su renuncia pudo facilitar el que el país se mantenga dentro del régimen constitucional sin destruirlo, pero eso no era lo que querían los anarquistas; lo que estos querían era precisamente todo lo contrario: “…La captación de un poder dictatorial que les permita aplicar, con libertad ilimitada y sin estorbos legales, todas las formas posibles de aniquilamiento, de muerte física o civil de los adversarios vencidos” (Oscar Efrén Reyes.- Breve Historia General del Ecuador, Tomo 2, p. 301).
Consumada la revuelta viajó a Colombia donde fue recibido con todos los honores; pero con el advenimiento del nuevo gobierno del Dr. Velasco Ibarra se desató en su contra una feroz persecución: Sus bienes le fueron confiscados, su casa fue adjudicada a la Marina de Guerra, y su extensa y rica biblioteca particular fue entregada a la Universidad de Loja que, no queriendo ser cómplice del robo, rehusó aceptar el despojo y la recibió sólo en custodia, para devolverla posteriormente a su legítimo dueño.
Se le negó pasaporte, se le quiso quitar sus derechos de ciudadanía y se llegó al extremo de pedir en su contra la pena máxima de 16 años de reclusión mayor extraordinaria.
Pero Arroyo del Río no se afectó, es por eso que, en carta del 12 de febrero de 1948, dirigida desde La Habana al Sr. Gustavo Illingworth Baquerizo, en uno de sus párrafos le dice: “El momento de la pasión enceguecida tendrá que pasar; pasará. La acción empozoñada tendrá que hundirse, y se hundirá en la noche del remordimiento de muchas conciencias. Y, entonces, es posible que la verdad sea canción entonada por labios juveniles y luz encendida por pensamientos nuevos. Lo que dije ayer, lo que estoy diciendo ahora, lo que diré mañana, allí quedarán para vergüenza de muchos, como hitos de fuego que deslinden el campo limpio de mi acción, de los abruptos eriales de la envidia”
Desde el destierro publicó en su defensa dos importantes obras de carácter histórico-político: “Bajo el Imperio del Odio” y “En Plena Vorágine”; y más tarde terminó “Por la Pendiente del Sacrificio”, la misma que debía ser publicada en 1992, esto es, cincuenta años después de la firma del Protocolo de Río de Janeiro; lamentablemente, a pesar de haber estado impresa y lista para su edición, “por orden superior” fue incautada y se prohibió su publicación, que solo pudo realizarse en 1998, cuando el gobierno del Dr. Jamil Mahuad Witt concluyó el largo proceso de delimitar definitivamente las fronteras entre el Ecuador y el Perú, “aplicando lo estipulado en el Protocolo de Río de Janeiro”.
Esta obra constituye un documento de gran importancia histórica, pues a más de ser la defensa de su gestión gubernamental, devela muchas verdades relacionadas con la invasión peruana de 1941 y la debacle militar de nuestro ejército. Su publicación hizo que aquellos que durante muchos años se llenaron la boca con discursos patrioteros y reivindicatorios, buscaran la sombra para ocultar su vergüenza, aunque hubieron algunos que tuvieron la hombría y el valor de reconocer su equivocación: “Para Verdades el Tiempo”.
Sus últimos años los vivió dedicado a sus actividades particulares y al ejercicio de su profesión, y murió en su ciudad natal, Guayaquil, el 31 de octubre de 1969.
El Dr. Arroyo del Río fue un erudito jurisconsulto cuyo estudio profesional era un “Forum” de consultoría jurídica. Fue catedrático universitario y Rector de la “Vieja Casona”, miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, de la Academia Colombiana de Jurisprudencia, de la Academia de Historia de Cartagena, del Centro de Estudios Históricos y Geográficos del Azuay, y de las Sociedades Bolivarianas del Ecuador, Colombia y Panamá.
Fue un personaje controvertido en razón de su valía, con quien se cerró una época de estilo político en el Ecuador y a quien le tocó actuar en la peor crisis nacional habida en la República. Desconocido aún por sus gratuitos detractores, el tiempo y el juicio de la historia han empezado a hacerle justicia.
Facetas poco conocidas de él fueron su enorme calidad humana, delicadeza de sentimientos y callada filantropía.
En el 2004, con la publicación de la obra “Carlos Arroyo del Río: Mártir o Traidor”, el historiador Efrén Avilés Pino inició la reivindicación del doctor Carlos Alberto Arroyo del Río y de quien fuera su Canciller, el Dr. Julio Tobar Donoso.