Francisco Pizarro
Aventurero y conquistador español nacido en Trujillo de Cáceres, en la región de Extremadura, el 16 de marzo de 1478, hijo del hidalgo capitán don Gonzalo Pizarro y de una mujer del pueblo llamada Francisca González.
Creció en el campo, en medio de la rutina diaria, realizando labores de labrador, cuidando ganado, segando trigo y guiando carretas; nada se dice sobre la malintencionada leyenda forjada por Francisco López de Gómara, de que en sus primeros años fue porquerizo.
Tuvo su bautizo de fuego entre 1498 y 1501, cuando participó en la campaña de Italia; y más tarde -en busca de fortuna y nuevas aventuras-, en 1508 se trasladó a América y desembarcó en La Española (actual Santo Domingo), para luego pasar a Castilla de Oro, en Colombia, junto a otro aventurero llamado Alonso de Ojeda.
Al poco tiempo volvió a Panamá donde se radicó e hizo amistad con Vasco Núñez de Balboa, a quien acompañó en todas sus empresas, convirtiéndose en su lugarteniente más decidido, valiente y eficaz; asistió al descubrimiento del océano Pacífico o Mar del Sur, el 25 de septiembre de 1513, y estuvo presente cuando el hijo de un cacique vencido por Balboa, ante la avidez que los españoles mostraban por el oro, les anunció que “de ese metal había en abundancia en un imperio situado hacia el sur, en las montañas, al otro lado del mar”.
Luego de casi veinte años dedicados a diversas aventuras, y siendo poseedor de una regular fortuna y de una posición cómoda y respetable, se asoció con Diego de Almagro y con el clérigo Hernando de Luque, con quienes a mediados de 1524 organizó e inició su primera expedición de conquista, que resultó un fracaso. Dos años después, junto con Almagro y al mando de una nave capitaneada por Bartolomé Ruiz, partió en una nueva aventura hacia los mares del sur.
Pizarro desembarcó en los que hoy es la desembocadura del río Santiago, y avanzó hasta el poblado de Atacames (en Esmeraldas) donde permaneció varios días y pudo escuchar -por boca de los nativos- de las grandes riquezas que había en lejanos pueblos del sur en un país lamado Virú.
Fue entonces que Almagro regresó a Panamá en busca de ayuda para continuar la expedición, mientras él se quedaba esperando su regreso, en la isla del Gallo, donde protagonizó uno de los hechos de mayor bravura, decisión y coraje que registra la conquista española: La historia de «Los Trece de la Fama».
En efecto, después de permanecer durante varios meses abandonados en dicha isla, los soldados españoles empezaron a mostrar desconfianza y deseos de regresar a Panamá, por lo que Pizarro, luego de tomar una espada y trazar una línea sobre el suelo, dijo señalando hacia el sur: «Hacia allá está la gloria y la riqueza… los que estén dispuestos a lograrla, que me sigan… hacia el otro lado está el volver derrotados y pobres…»
dicho esto, cruzó con decisión dicha línea, y fue seguido sólo por trece hombres más.
«El número y los nombres de estos esforzados paladines, aumentado, disminuido, o confundido, ha sido por todos los antiguos cronistas y modernos historiadores, hasta que en 1899, el ilustrado escritor peruano, don César Alberto Romero, en una monografía, que premió justicieramente en certamen, el Ateneo de Lima, probó, con documentos fehacientes, que los «Trece de la Fama» habían sido en realidad: Pedro Alcón, Alonso Briceño, Pedro de Candia, Antonio Carrión, Francisco de Cuellar, García de Jaren, Alonso Molina, Martín de Paz, Cristóbal de Peralta, Nicolás de Ribera, Domingo de Soraluce, Juan de la Torre, Francisco de Villafuerte»
(J. Gabriel Pino Roca.- Leyendas, Tradiciones y Páginas de la Historia de Guayaquil, tomo I, p. 88).
Poco tiempo después, cuando recibió la ayuda que le llegó desde Panamá, continuó su viaje hacia el sur y el 18 de agosto de 1527 descubrió la península de Santa Elena, el golfo de Guayaquil y más tarde Tumbes.
Posteriormente volvió a España donde el 26 de junio de 1529 obtuvo de la reina Isabel de Portugal, esposa de Carlos V, una Capitulación y el derecho de conquista que en su parte resolutiva dice: “…doy y licencia y facultad a vos, el dicho Capitán, podáis continuar el dicho descubrimiento, conquista y población de la dicha provincia del Perú, hasta doscientas leguas de tierra por la misma costa, las cuales comienzan por el pueblo que en lengua de indios se dice Temumpalla, y después le llamasteis Santiago…”
Autorizado por la reina para iniciar la conquista del Perú, Pizarro preparó una nueva expedición y un año después, junto a sus hermanos Gonzalo, Juan, Martín y Hernando, se embarcó nuevamente hacia América. A fines de 1530 organizó en Panamá su aventura de conquista, y el 20 de enero de 1531 -con una fuerza de 180 hombres y 27 caballos- partió en busca del Imperio de los Incas.
En su viaje hacia el sur y luego de desembarcar en San Mateo y en Atacames, los expedicionarios pasaron por Coximes (Cojimíes) y llegaron a Cuaque, lugar rico y bien poblado donde los españoles, deslumbrados por su riqueza, tomaron por asalto gran cantidad de oro.
“Ya teníamos noticias de Cuaque, que era un gran pueblo, muy rico de oro y plata, esmeraldas y otras piedras de otros colores y chaquira de oro y plata y mucha gente. Y esa noche, estando la gente en el arte que digo, tocaron la trompeta para ir a saltear aquel pueblo Cuaque. Y así se hizo y se tomó al cacique de él y se tuvo preso mucho tiempo”
(Relato del testigo Diego de Trujillo, que estuvo en dicha expedición).
Acosado por los indígenas de la región que reaccionaron ante la felonía, despachó a los enfermos -que eran muchos- y a los heridos, para que vuelvan a Panamá en sus naves, y continuó por tierra su marcha hacia el sur, recorriendo todas las regiones de la costa. Cruzó la bahía de Caráquez, bajó por el poblado indígena de Tosagua y llegó hasta uno situado junto a un río que desembocaba en el océano, al que por sus condiciones los españoles llamaron Puerto Viejo, ya que brindaba seguridad a las naves que anclaban para abastecerse de agua y alimentos. Posteriormente Pizarro divisó el antiguo poblado de Manta, llamado entonces Jocay y finalmente llegó a la península de Santa Elena, donde los conquistadores se alimentaron con los perros que deambulaban por los poblados indígenas abandonados ante su extraña presencia.
Ya para entonces se le había unido Sebastián de Benalcázar.
Luego de haberse adentrado en tierra de los Huancavilcas, Pizarro volvió hacia la costa y a mediados de ese mismo año recibió la visita de Tumbala (Lampiman), cacique de Puná, quien con veinte balsas y una gran corte de artistas y músicos, cruzó el golfo para invitarlo a visitar la isla.
“…esta isla es muy fresca y abundosa. Hallamos en ella mucho maíz y mucha ropa, muchos patos, muchos conejos mansos y mucho pescado seco. Hallamos diez ovejas (llamas). Es tierra de mucha fruta…” (Relato del testigo Juan Ruiz, que estuvo en dicha expedición).
Durante varios días permanecieron Pizarro y sus hombres en Puná, donde fueron atendidos con todas las consideraciones, pero cuando Hernando de Soto llegó desde Nicaragua con dos navíos, mucha gente, vestimentas, armas y caballos, la situación cambió ya que los españoles empezaron a abusar de los punáes, especialmente de sus mujeres, por lo que los estos, para deshacerse de ellos, dejaron de entregarles alimentos y empezaron a mostrarse hostiles.
Se inició entonces en una sangrienta refriega de la que los españoles salieron triunfadores, y para abril de ese mismo año, luego de liberar a Tumbalá -a quien había hecho prisionero- Pizarro y sus hombres abandonaron la isla para continuar su viaje hacia el sur. Cruzó entonces a tierra continental, y poco tiempo después se internó en el Perú donde el 29 de septiembre de 1532 fundó San Miguel de Chira (hoy Piura).
Pero el camino por el desierto y las áridas regiones de Tumbes impusieron condiciones muy severas a los expedicionarios, colocando a Pizarro en situación verdaderamente calamitosa y desesperada. La mayoría de sus hombres estaba enferma y famélica por el hambre; tenía tan solo dos escopeteros, sus ropas estaban hechas harapos y los caballos en su mayoría mancos y sin herraduras. A pesar de ello, con más coraje que razonamiento dispuso marchar hacia el Imperio de los Incas,
Conocía ya que en el imperio se había librado una sangrienta guerra civil entre Atahualpa y Huáscar, y que el quiteño había triunfado quedando como único gobernante, cuando a mediados de 1532 recibió a unos emisarios del monarca invitándolo a encontrarse con él en Cajamarca.
La llegada a Cajamarca llenó de pánico a Pizarro y a sus hombres: Acampados en los alrededores de la ciudad pudieron ver a más de cuarenta mil guerreros indígenas ordenadamente distribuidos y bien armados con sus hondas, lanzas con puntas de cobre, masas revienta-cabezas, y hachas trapezoidales y en forma de estrella.
Que podía hacer Pizarro contra ellos, si solo contaba con “167 aventureros, extenuados hasta el agotamiento por efectos de una campaña excesivamente prolongada y víctimas de una crisis patológica de nervios; desprovistos de armaduras de acero y de yelmos para sus cabezas; equipados los de infantería con espadas ordinarias y apenas dos lentas escopetas de mecha; armados solo con lanzas los escasos soldados de caballería…”
(Luís Andrade Reimers.- La Verdadera Historia de Atahualpa, p. 45).
A pesar de todo, el incontenible afán de gloria y riqueza venció al miedo, y lentamente entró con sus hombres en la gran plaza de Cajamarca, donde esperó temeroso la llegada del Inca.
Cuando este apareció, rodeado de un inmenso séquito de danzantes y músicos, el terror se apoderó de Pizarro y sus hombres, y en un momento de pánico un disparo de escopeta estuvo a punto de abrir las puertas del infierno; pero Pizarro logró sobreponerse y, comprendiendo que su única garantía era el soberano, corrió hacia él para protegerlo al tiempo que ordenaba a sus hombres detener el ataque.
Establecida la relación y habiendo convencido a Atahualpa que sus intenciones eran amigables, no le costó mucho trabajo a Pizarro -a través de Fray Vicente Valverde- mantener una relación cordial que le permitió conocer más de cerca tanto al Inca como al imperio que pretendía conquistar.
Poco tiempo después y conociendo que el oro era material muy apreciado por sus visitantes, de manera voluntaria y en demostración de amistad Atahualpa ofreció llenar con tesoros la habitación en la que se reunían a conversar. Este voluntario obsequio -por no ser consecuencia de una conquista- pertenecía, lógicamente, al rey de España.
En los primeros meses de 1533, las abundantes cargas de metales preciosos empezaron a acumularse en la habitación, despertando la codicia de todos los españoles. Almagro, que ya había llegado a Cajamarca con un contingente de doscientos hombres bien armados y frescos, empezó entonces a planificar la forma de quedarse con todo ese oro. Se urdió entonces la gran mentira de la heroica lucha en Cajamarca para capturar al Inca, y el supuesto pago del rescate; así, ese oro sería una conquista y solo deberían pagar al rey el “quinto” que le correspondía.
Habiendo convencido a Atahualpa de que haga regresar a Quito a sus guerreros, Pizarro -convencido por Almagro- dispuso la captura del soberano, a quien hizo ejecutar al caer la tarde del 26 de julio de 1533.
Dos años después fundó las ciudades de Lima y Trujillo.
Posteriormente, por razones de índole político y de celos de poder se enemistó ferozmente con Almagro, por lo que Hernando Pizarro, para protegerlo, ordenó a sus sicarios el asesinato de su enemigo. Tres años más tarde, una turba de facinerosos almagristas, capitaneados por Juan de Rada, decidió tomar venganza, y al grito de «!Viva el Rey… mueran los tiranos!» el 26 de junio de 1541 asaltó el Palacio de la Gobernación del Perú.
«Todos cuantos visitaban a Pizarro en esos momentos huyeron despavoridos, mas el indomable anciano -bravo y heroico como en sus mejores tiempos- se armó solo y, manejando su vieja y gloriosa espada, se defendió bizarramente, hasta derribar unos cuantos de los más atrevidos asaltantes… Pero los facinerosos eran una veintena, y estos, echándole un hombre encima, estorbaron la defensa y cayeron sobre su víctima, fatigada y expirante, hasta rematarla… Tal fue el trágico fin de Francisco Pizarro»
(O. E. Reyes.- Breve Historia General del Ecuador, tomo I, p. 201).
Ya para entonces se le había unido Sebastián de Benalcázar.
Luego de haberse adentrado en tierra de los Huancavilcas, Pizarro volvió hacia la costa y a mediados de ese mismo año recibió la visita de Tumbala (Lampiman), cacique de Puná, quien con veinte balsas y una gran corte de artistas y músicos, cruzó el golfo para invitarlo a visitar la isla.
“…esta isla es muy fresca y abundosa. Hallamos en ella mucho maíz y mucha ropa, muchos patos, muchos conejos mansos y mucho pescado seco. Hallamos diez ovejas (llamas). Es tierra de mucha fruta…” (Relato del testigo Juan Ruiz, que estuvo en dicha expedición).
Durante varios días permanecieron Pizarro y sus hombres en Puná, donde fueron atendidos con todas las consideraciones, pero cuando Hernando de Soto llegó desde Nicaragua con dos navíos, mucha gente, vestimentas, armas y caballos, la situación cambió ya que los españoles empezaron a abusar de los punáes, especialmente de sus mujeres, por lo que los estos, para deshacerse de ellos, dejaron de entregarles alimentos y empezaron a mostrarse hostiles.
Se inició entonces en una sangrienta refriega de la que los españoles salieron triunfadores, y para abril de ese mismo año, luego de liberar a Tumbalá -a quien había hecho prisionero- Pizarro y sus hombres abandonaron la isla para continuar su viaje hacia el sur. Cruzó entonces a tierra continental, y poco tiempo después se internó en el Perú donde el 29 de septiembre de 1532 fundó San Miguel de Chira (hoy Piura).
Pero el camino por el desierto y las áridas regiones de Tumbes impusieron condiciones muy severas a los expedicionarios, colocando a Pizarro en situación verdaderamente calamitosa y desesperada. La mayoría de sus hombres estaba enferma y famélica por el hambre; tenía tan solo dos escopeteros, sus ropas estaban hechas harapos y los caballos en su mayoría mancos y sin herraduras. A pesar de ello, con más coraje que razonamiento dispuso marchar hacia el Imperio de los Incas,
Conocía ya que en el imperio se había librado una sangrienta guerra civil entre Atahualpa y Huáscar, y que el quiteño había triunfado quedando como único gobernante, cuando a mediados de 1532 recibió a unos emisarios del monarca invitándolo a encontrarse con él en Cajamarca.
La llegada a Cajamarca llenó de pánico a Pizarro y a sus hombres: Acampados en los alrededores de la ciudad pudieron ver a más de cuarenta mil guerreros indígenas ordenadamente distribuidos y bien armados con sus hondas, lanzas con puntas de cobre, masas revienta-cabezas, y hachas trapezoidales y en forma de estrella.
Que podía hacer Pizarro contra ellos, si solo contaba con “167 aventureros, extenuados hasta el agotamiento por efectos de una campaña excesivamente prolongada y víctimas de una crisis patológica de nervios; desprovistos de armaduras de acero y de yelmos para sus cabezas; equipados los de infantería con espadas ordinarias y apenas dos lentas escopetas de mecha; armados solo con lanzas los escasos soldados de caballería…” (Luís Andrade Reimers.- La Verdadera Historia de Atahualpa, p. 45).
A pesar de todo, el incontenible afán de gloria y riqueza venció al miedo, y lentamente entró con sus hombres en la gran plaza de Cajamarca, donde esperó temeroso la llegada del Inca.
Cuando este apareció, rodeado de un inmenso séquito de danzantes y músicos, el terror se apoderó de Pizarro y sus hombres, y en un momento de pánico un disparo de escopeta estuvo a punto de abrir las puertas del infierno; pero Pizarro logró sobreponerse y, comprendiendo que su única garantía era el soberano, corrió hacia él para protegerlo al tiempo que ordenaba a sus hombres detener el ataque.
Establecida la relación y habiendo convencido a Atahualpa que sus intenciones eran amigables, no le costó mucho trabajo a Pizarro -a través de Fray Vicente Valverde- mantener una relación cordial que le permitió conocer más de cerca tanto al Inca como al imperio que pretendía conquistar.
Poco tiempo después y conociendo que el oro era material muy apreciado por sus visitantes, de manera voluntaria y en demostración de amistad Atahualpa ofreció llenar con tesoros la habitación en la que se reunían a conversar. Este voluntario obsequio -por no ser consecuencia de una conquista- pertenecía, lógicamente, al rey de España.
En los primeros meses de 1533, las abundantes cargas de metales preciosos empezaron a acumularse en la habitación, despertando la codicia de todos los españoles. Almagro, que ya había llegado a Cajamarca con un contingente de doscientos hombres bien armados y frescos, empezó entonces a planificar la forma de quedarse con todo ese oro. Se urdió entonces la gran mentira de la heroica lucha en Cajamarca para capturar al Inca, y el supuesto pago del rescate; así, ese oro sería una conquista y solo deberían pagar al rey el “quinto” que le correspondía.
Habiendo convencido a Atahualpa de que haga regresar a Quito a sus guerreros, Pizarro -convencido por Almagro- dispuso la captura del soberano, a quien hizo ejecutar al caer la tarde del 26 de julio de 1533.
Dos años después fundó las ciudades de Lima y Trujillo.
Posteriormente, por razones de índole político y de celos de poder se enemistó ferozmente con Almagro, por lo que Hernando Pizarro, para protegerlo, ordenó a sus sicarios el asesinato de su enemigo. Tres años más tarde, una turba de facinerosos almagristas, capitaneados por Juan de Rada, decidió tomar venganza, y al grito de «!Viva el Rey… mueran los tiranos!» el 26 de junio de 1541 asaltó el Palacio de la Gobernación del Perú.
«Todos cuantos visitaban a Pizarro en esos momentos huyeron despavoridos, mas el indomable anciano -bravo y heroico como en sus mejores tiempos- se armó solo y, manejando su vieja y gloriosa espada, se defendió bizarramente, hasta derribar unos cuantos de los más atrevidos asaltantes… Pero los facinerosos eran una veintena, y estos, echándole un hombre encima, estorbaron la defensa y cayeron sobre su víctima, fatigada y expirante, hasta rematarla… Tal fue el trágico fin de Francisco Pizarro» (O. E. Reyes.- Breve Historia General del Ecuador, tomo I, p. 201).