Iglesia de La Compañía
La iglesia de La Compañía de Jesús de la ciudad de Quito es, sin lugar a dudas, una de las más bellas de América Hispana.
Los trabajos de su construcción se iniciaron en 1597 bajo la dirección del Hermano Francisco Ayerdi quien, a pesar de su buena voluntad, no reunía los conocimientos necesarios para acometer con tan extraordinaria empresa, por lo que en 1606 continuó su construcción el padre Nicolás Durán Mastrillo, de acuerdo con el plano aprobado por el General de los Jesuitas. Finalmente fue concluida por el hermano Marco Guerra, quien llegó a Quito en el año 1636, enviado desde Italia expresamente para tal objeto.
En 1722 el padre Leonardo Deubler inició la construcción del frontispicio, que no pudo terminar porque la obra fue suspendida en 1725; finalmente, en 1760 el hermano Venancio Gandolfi reinició los trabajos en la fachada inconclusa, que fue concluida el 24 de Julio de 1765. El frontispicio enmarca, entre pilastras y columnas, los nichos en que se exhiben de cuerpo entero las estatuas de San Ignacio, San Francisco Javier, San Estanislao de Kostka y San Luis de Gonzaga; también se aprecian los bustos de los apóstoles Pedro y Pablo, y sobre el dintel de las puertas laterales, los Corazones de Jesús y María, que atestiguan la antigüedad de la fe y culto del pueblo quiteño a los Sagrados Corazones.
“El simple cotejo de fechas explica la diferencia de estilos entre el cuerpo de la iglesia y la fachada. Mientras la estructura del templo delata el influjo renacentista, que de Italia trajo a Quito el Hermano Marcos Guerra; en la disposición del frontispicio atenta el dinamismo Barroco del siglo XVIII, que inició Bernini con las columnas salomónicas del baldaquino de la Basílica de San Pedro de Roma” (Historia de la Cultura Ecuatoriana, tomo III, p. 12.- José María Vargas).
Su construcción duró muchos años y su interior está decorado con artísticas obras religiosas de los más notables pintores y escultores de la época, muchos de ellos pertenecientes a la afamada Escuela Quiteña. Uno de ellos, Bernardo de Legarda, quien en enero de 1745 firmó un contrato con el Padre Rector del Colegio de la Compañía, por medio del cual se comprometía a “Emprender la obra del dorado en el tabernáculo del altar mayor de la Iglesia de la Compañía”.
Cuentan las antiguas leyendas que el rey Felipe IV, que gobernaba España en esos años, preocupado por el inmenso costo de la obra se asomaba a lo alto de las torres de su palacio y miraba el horizonte, hacia el oeste, diciendo: “Cuesta tanto la construcción de ese templo, que debe ser una obra monumental; entonces, deben verse desde aquí sus torres y cúpulas”. No sabía el soberano que el valor de ella no era por su tamaño sino por la belleza de su arquitectura, de su construcción, de sus ricas piedras talladas maravillosamente.