Juan de Dios Martínez Mera
Nació en Guayaquil el 8 de marzo de 1875, hijo del Sr. Tomás Martínez Avalos y de la Sra. Florinda Mera Escobar.
Su instrucción primaria la realizó bajo la sabia dirección de su padre, y luego ingresó al Colegio Nacional San Vicente del Guayas, donde en 1892 se graduó de Bachiller en Filosofía con sobresalientes notas. Ese mismo año comenzó a estudiar medicina, pero al poco tiempo se retiró para ingresar a la Facultad de Jurisprudencia.
Al estallar la Revolución Liberal del 5 de junio de 1895 se enroló en el ejército insurgente, y poco después ingresó a la Escolta de Honor que acompañó al Gral. Eloy Alfaro en todos los campos de batalla. Asistió entonces al triunfo de Gatazo, y luego entró a Quito con los vencedores.
De regreso a Guayaquil continuó sus estudios de leyes que los culminó en 1898. En esa ocasión obtuvo el Premio Municipalidad de Guayaquil, pero, paradójicamente, no se graduó.
En 1911 ocupó la Tesorería de Hacienda del Guayas, y en enero del año siguiente, al conocer del cobarde Asesinato de los Héroes Liberales intentó retirarse a sus actividades particulares, pero fue nombrado Secretario de la Municipalidad de Guayaquil, cargo en el que sirvió a su ciudad hasta 1914.
En 1920 fue elegido Diputado por la provincia del Guayas en representación del Partido Liberal Radical, y al año siguiente fue elegido Presidente de la Cámara de Diputados, dignidad que desempeñó hasta 1922 en que se excusó y volvió a Guayaquil para ocupar la gerencia de la Compañía Ecuatoriana de Estancos, empresa privada formada con el propósito de organizar, administrar y controlar la producción y venta de alcoholes, en la costa; y tabaco, en toda la República.
En 1929, ante la grave crisis económica por la cual atravesaba el país como consecuencia de la caída de las exportaciones de cacao, el Presidente de la República, Dr. Isidro Ayora, lo llamó para el cargo de Ministro de Hacienda, pues la experiencia y exitosa labor realizada frente a los estancos lo convertían en la persona más idónea para ejercer un acertado control financiero, pero pocos meses después renunció por desacuerdos con el Ejecutivo y regresó a Guayaquil.
Luego del desgobierno que se produjo en 1931 como consecuencia de la caída del presidente Ayora, y la Guerra de los Cuatro Días que en 1932 produjo la “incalificable descalificación” del Presidente electo, Sr. Neptalí Bonifaz Ascázubi; el Dr. Alberto Guerrero Martínez, como Presidente del Congreso Encargado del Poder Ejecutivo, convocó a nuevas elecciones presidenciales para evitar que el país se salga de los cauces constitucionales.
Surgieron entonces las candidaturas de don Manuel Sotomayor Luna por el conservadorismo, Pablo Hanníbal Vela por los independientes y la suya por el liberalismo radical. En esa época el país vivía una de sus más terribles crisis económicas: La recesión y el desempleo habían aumentado considerablemente y se carecía de dinero y esperanza. En estas circunstancias, su experiencia económica y su ecuanimidad política lo convirtieron en el hombre más indicado para ejercer la Presidencia de la República.
Las elecciones se realizaron entre el 30 y 31 de octubre de 1932, y sus resultados lo favorecieron ampliamente, por lo que el 5 de diciembre recibió del Presidente de los Diputados la banda que lo consagró como Presidente Constitucional de la República.
Ese mismo día comenzó su calvario, cuando al presentarse en el balcón de la Casa de Presidencial para saludar al pueblo quiteño, sufrió el bochorno de ser soez y cobardemente insultado por aquellos que no se resignaban al fracaso de sus candidatos.
Por esa época se produjo el conflicto internacional de Leticia -entre Colombia y Perú- que duró casi un año y puso en grave peligro la tranquilidad del Ecuador, pero con inteligencia y tino supo mantener al país al margen de las intenciones de los litigantes que pretendían convertir nuestro suelo patrio en su campo de batalla, posiblemente con ambiciones similares a las que tuvieron en 1859 cuando firmaron el traicionero Protocolo Mosquera-Selaya, por medio del cual se propusieron repartirse el Ecuador por partes iguales.
El 10 de agosto de 1933 se instaló el Congreso de la República, que eligió a los doctores José Vicente Trujillo y José María Velasco Ibarra para presidir las cámaras de Senadores y Diputados, respectivamente.
Inmediatamente se levantó en torno a su gobierno un verdadero ciclón político: Los partidos de oposición, entusiasmados por la fogosa retórica del locuaz Dr. Velasco Ibarra, vertían diariamente contra el Presidente y su gobierno todo tipo de acusaciones y denuncias, y al amparo de la Constitución de 1929, los congresistas acudían al “voto de desconfianza” que descalificaba día tras día a cada Ministro que el Mandatario nombraba.
“Por dos ocasiones se le insinuó la renuncia de su alto cargo, que el Presidente la rechazó por decoro personal y por no ser de injerencia del Poder Legislativo tales sugestiones. Entonces el Congreso escogió el camino del boche diario: Los votos de censura contra los Ministros de Estado, ya individual, ya también colectivamente. El Congreso daba el voto de censura contra los Ministros y al día siguiente el Presidente designaba otros Ministros, flores de un día, para caer en la tarde siguiente. Era jueguito del “Quita y Pon” entre dos Poderes en pugna, con escándalo y vergüenza continental”
(Julio Troncoso.- Odio y Sangre p. 90).
Como Presidente de la República le hubiera sido muy fácil repartir prebendas y lograr la mayoría de votos en el Congreso, pero esa no era su forma de actuar: “La Rectitud fue su norma, la responsabilidad su trayectoria”
(Dr. Agustín Arroyo Yerovi).
A finales de septiembre, a propuesta del diputado Dr. Manuel Benigno Cueva García se integró una comisión presidida por el Ing. Federico Páez, que debía solicitar al Presidente su renuncia.
“Puse en sus manos la nota que contenía los deseos del Congreso, y añadí unas pocas palabras para pedirle que no viera en nuestra actitud: ni hostilidad personal, ni mucho menos odio o resentimiento; que ella obedecía solo a nuestro deseo sincero de llegar a la solución decorosa de un conflicto entre los dos altos poderes de la nación; y que conociendo como conocíamos todos, el alto grado de civismo de que él estaba poseído, sabíamos que como nosotros deseaba él evitar la repetición de hechos en todo sentido lamentables para el país…
El señor Martínez Mera nos oyó con una serenidad y una sangre fría digna de la más alta admiración, y cuando hubimos terminado nos contestó: No puedo en forma alguna acceder a los deseos del Congreso. No por afán de mando que no lo tengo, no por un orgullo mal entendido que no cabe en mandatario alguno, sino porque mi deber es velar porque se conserven incólumes las atribuciones del Poder Ejecutivo. El Congreso se ha salido de la órbita de sus atribuciones. Acceder a lo que se me solicita sería sentar un antecedente funesto. Sería poner al Ejecutivo, responsable de acuerdo con la Constitución, a merced de un cuerpo legislativo sobre el cual no gravita responsabilidad alguna. Se alteraría sustancialmente toda estabilidad gubernativa. Bastaría en lo futuro de una minoría militante en el Congreso, para crear todos los años una situación análoga a la presente”
(Ing. Federico Páez.- Explico, p. 9).
A principios de octubre la crisis entró en su etapa más explosiva, cuando a solo dos meses de haber iniciado sus funciones el Congreso entabló un vergonzoso Juicio Político en su contra: El Dr. Velasco Ibarra, con demagógica elocuencia presentó gravísimos cargos contra el Presidente de la República y luego de la participación de varios congresistas, el diputado Joaquín Dávila propuso una moción para destituirlo de su cargo “Por Culpabilidad en los Manejos de los Asuntos Internacionales”.
Martínez Mera se defendió con una brillante exposición ante un Congreso que no estaba dispuesto a aceptar la verdad, porque eso sería reconocer que obedecía al mandato de aquellos que -bajo la batuta del Dr. Velasco Ibarra- estaban dando rienda suelta a sus bajas pasiones políticas. Al conocer que el Senado ya tenía preparado el acuerdo que lo destituía, desechó el camino de la dictadura como solución final y viajó con su familia a Guayaquil donde esperó los acontecimientos.
El 16 de octubre de 1933, el Senado, presidido por el Dr. José Vicente Trujillo, en oprobiosa sesión aprobó la moción que “Privó Legalmente del Cargo de Presidente de la República al señor Juan de Dios Martínez Mera y, en consecuencia, declaró vacante el indicado cargo”.
Al día siguiente, en su mensaje a la nación, expresó: Ecuatorianos: Al alejarme de la Capital de la República, no penséis ni aún los que han sido mis gratuitos enemigos, que llevo en mi pecho la más ligera huella de rencor. Nunca soñé, ni con el Poder, ni con la venganza: sueño con la justicia. Me queda la satisfacción de que ni una lágrima se ha vertido por mi culpa, ni una gota de sangre ha salpicado mi ejercicio Presidencial. Si horas de angustia -no lo permita la fortuna- advienen a la República, al replegaros sobre vosotros mismos, en el inviolable sagrario de la conciencia, yo os aseguro que, mientras más leales os mostréis con ella, más justificareis mi conducta, con vuestro desapasionado veredicto.
Posteriormente Martínez Mera expresaría una sentencia que sería profética: “Por destruir a un hombre han destruido un principio. Los futuros presidentes, o tienen que convertirse en instrumentos de la mayoría parlamentaria, o pasar a la historia con la corona de la destitución”.
Retirado de la política continuó sirviendo a la Patria desde diferentes cargos. En 1936 fue administrador del ramo de lotería de la Junta de Beneficencia de Guayaquil; más tarde presidió el comité para la erección del mausoleo al Gral. Eloy Alfaro; y en 1946 fue llamado para desempeñar el cargo de Gerente de la Flota Mercante Gran Colombiana, seccional del Ecuador.
El 1 de noviembre de 1948, el Congreso Nacional -rectificándose de las acusaciones vertidas en su contra para destituirlo- reconoció el acto infamante de cometido por el Congreso de 1933, y por unanimidad acordó reconocer que Martínez Mera “Había desempeñado el cargo de Presidente de la República con dignidad, honradez y patriotismo relevante”.
“Revisión protocolaria, si se quiere, y de indispensable rectificación histórica, toda vez que la Nación ecuatoriana jamás aceptó la consumación de este acto legislativo, y supo rodear al Presidente caído, desde el primer momento, con su confianza y su admiración, su respeto y su generoso aplauso…”
(Vistazo No. 30, Noviembre de 1959, p.48)
A la respetable edad de ochenta y ocho años, don Juan de Dios Martínez Mera murió en su ciudad natal, Guayaquil, el 27 de octubre de 1955.