Juan Pío Montúfar y Larrea
Ciudadano quiteño nacido el 29 de mayo de 1758, hijo de don Juan Pío Montúfar y Frasso, primer Marqués de Selva Alegre, y de la Sra. Rosa María Larrea y Santa Coloma.
Por pertenecer a una de las más notables familias quiteñas, y ser hijo del Presidente de la Real Audiencia de Quito, sus primeras enseñanzas las recibió en su propia casa, de acuerdo con viejas y tradicionales costumbres de la gente noble de aquellos tiempos. Posteriormente ingresó al Seminario de San Luis donde continuó estudios superiores de latín y filosofía, pero no llegó a graduarse de Doctor porque prefirió retirarse de dicho centro de estudios para dedicarse a la lectura en la rica biblioteca de su casa, en el valle de los Chillos.
Adquirió entonces una gran cultura general que le permitió, en 1777, y cuando apenas había cumplido los diecinueve años de edad, ser nombrado Regidor del Cabildo de Quito.
Años después su personalidad había alcanzado destacada notoriedad y fue uno de los primeros en expresar su rechazo a la invasión napoleónica a España, por lo que el 25 de diciembre de 1808, con motivo de celebrarse la fiesta de Navidad, invitó a su casa de los Chillos a un grupo selecto de nobles quiteños que como él también se negaban a aceptar la presencia de Francia en el trono de España, y en respaldo al depuesto rey Fernando VII plantearon por primera vez la creación de una Junta Soberana.
Desgraciadamente, por efecto de un descuido cometido por el capitán Juan Salinas, los conjurados fueron descubiertos por las autoridades realistas y entre el 1 y el 11 de marzo de 1809 fueron encerrados -en consideración a su condición de nobles- en el Convento de la Merced. Esta peligrosa situación fue superada gracias a la intervención inteligente de los complotados que no fueron capturados, quienes lograron robar el expediente que contenía la información en su contra, por lo que a falta de éste y de pruebas contundentes, tuvieron que ser puestos en libertad.
«D. Juan Pío Montúfar, Marqués de Selva Alegre, no era para revoluciones, menos para una tan arriesgada como aquella. Comprometióse por apetito de poder, y no pudo mantenerse en él con alteza, ni siquiera infundiendo respeto, como lo hacía como simple súbdito del rey, por sus liberalidades con los artistas y científicos. Era tímido, egoísta, omiso, indolente y vanidoso; y cuando en la revolución llegó el conflicto, no tuvo embarazo para convertirse en traidor…»
(Roberto Andrade.- Historia del Ecuador, tomo I, p. 179).
Fue por eso que no participó personalmente en la Revolución del 10 de Agosto de 1809, pero a pesar de esto, consumada la transformación fue nombrado Presidente de la nueva Junta Soberana de Gobierno.
Como particularmente él -al igual que muchos de los implicados- no estaba convencido ni de acuerdo con los gestores de la asonada del 10 de agosto, “desde el 22 de agosto de 1809, o sea, a los doce días del pronunciamiento revolucionario, ya estaba conspirando por la reposición en la Presidencia del Conde Ruiz de Castilla; es decir, que estaba creando el caos y el torbellino en el que luego se vio envuelta la revolución y que la llevó al fracaso…”
Poco tiempo después, al conocer que el Virrey de Lima José Fernando de Abascal y Sousa había despachado un fuerte contingente militar para aplacar la revolución, le envió a este -el 9 de septiembre- un oficio en el que justificaba su participación en la Junta Suprema, explicando además su deseo de reponer en la Presidencia de Quito al Conde Ruiz de Castilla. “Con este objeto, propio de las obligaciones de un fiel vasallo y ciudadano, he procurado hacer uso de esa confianza que la miro únicamente como interina y provisional, esperando lograr la ocasión favorable de reponer las cosas a su debido estado, mediante las providencias que voy tomando de acuerdo con los sujetos más juiciosos y mejor intencionados, dejando que calme la efervescencia de los espíritus para poder obrar con toda energía y seguridad, sin peligro de que se frustren las medidas de prudencia y rectitud, y conseguir en todo el acierto… “ Posteriormente y en relación a la situación de Ruiz de Castilla dice: “…estoy resuelto con toda sinceridad y comprometido reservadamente con su Excelencia bajo palabra de honor de hacer todos los esfuerzos más vigorosos para que se le haga justicia a su mérito, reponerlo a su puesto y reconocerlo públicamente como a jefe legítimo, cediéndole gustoso el lugar superior que se me dio contra toda mi resistencia”
(Manuel María Borrero.- Quito: Luz de América, p. 57-59).
El 12 de octubre -dos meses después de haber asumido el cargo- procedió a entregar la presidencia a don Juan José Guerrero, Conde de Selva Florida, quien el 25 del mismo mes y año capituló ante el poder español, y previo a un acuerdo de amnistía en favor de los implicados en el movimiento revolucionario, entregó nuevamente el gobierno de la Audiencia al viejo Conde Ruiz de Castilla.
Poco tiempo después, junto a Antonio Ante y otros revolucionarios tuvo que esconderse y huir para poder escapar de la feroz persecución que Ruiz de Castilla, faltando a su palabra, desató contra los patriotas quiteños.
Pudo así librarse de ser una víctima más del sangriento Asesinato de los Patriotas Quiteños, perpetrado en los calabozos del Cuartel Real de Lima el 2 de agosto de 1810. Ese mismo año, gracias a la brillante e inteligente actuación de su hijo el Crnel. Carlos Montúfar, que había llegado a Quito con el cargo de Comisionado Regio, se formó una nueva Junta Suprema de la cual fue nombrado Vicepresidente, pero ésta, al igual que la primera, también tuvo una duración muy efímera.
Tres años más tarde, por orden del Gral. Toribio Montes fue tomado prisionero y enviado a Loja, encadenado y con grillos. El ensañamiento de las autoridades españolas fue entonces más allá de la prisión, y sus bienes, haciendas y propiedades le fueron confiscados; no contento con eso, a principios de 1818 el nuevo Presidente de la Audiencia, Gral. Juan Ramírez de Orozco, ordenó su destierro a Cádiz, España, y en esas tierras lejanas, envuelto en una honorable pobreza que supo llevar con gran dignidad, don Juan Pío Montúfar, II Marqués de Selva Alegre, murió el 15 de octubre de ese mismo año 1818.
Sus restos mortales fueron depositados más tarde en la catedral de esa ciudad española.